jueves, 20 de septiembre de 2012

LA RESIGNACIÓN, COMO VIRTUD DEL MEXICANO.

La resignación, como virtud del Mexicano.
Soliloquios poselectorales 2012


Por: Alberto P. Gálvez


El escenario es el día de la anunciación, los 7 magistrados simulan que deliberan, la encerrona es solamente para ponerse de acuerdo en tiempos y orden de aparición para dar su veredicto, toda está dicho, solamente los ingenuos y los que han perdido la capacidad de anticipación creen que darán cabida al juicio de nulidad impulsado por la coalición de izquierda.
Aparecen con esa solemnidad encorvada, evasiva, mienten al hablar, no ven al país de frente, allí en esos magistrados se resume la tragedia de todo un pueblo y no por su veredicto, sino por el fatalismo sistemático al que nos ha arrojado este sistema burdo de mentiras y objeciones infundadas (según ellos) y que han puesto de rodillas a una incipiente democracia, misma que ha sido simulada por un partido centralista hegemónico que gobernó a este pueblo durante 70 años y que concedió en contubernio con una derecha arrodillada a los más oscuros intereses de una clase oligárquica, dueña de la riqueza de este país.
Mucho he pensado en mi postura respecto a la calificación de la elección presidencial 2012, una calificación ya conocida, largamente anunciada, en nada sorprende a quienes hemos desarrollado la capacidad de anticipación conociendo a la clase política de este país, que parece un capitulo burdo de una novela llamada México y la pantomima democrática. “Política ficción” decía un obscuro personaje (Salinas) de esta novela llena de sátira y humor negro.
La asunción anunciada, un ensayo de cinismo de una oligarquía encontra de un colectivo digno de estudio para Sartré y su predica existencialista mas pura o Freud y el ensayo de las emociones colectivas al límite o podríamos llamarle el amordazamiento de la razón y las emociones en masa.
Solamente ahora en este periodo confieso tuve un atisbo de fervor democrático, en mi historia electoral no la había concebido conociendo el aparato priista lleno de historias de porrismos y mapachismo al por mayor, mi fe en la democracia ha durado muy poco al menos si veo como ensayo democrático lo acontecido en los últimos 12 años en mi país.
Ayer desde las colinas de Gourge un pueblo antiguo y hermoso al Oeste de Francia allá por Poitiers, Frederique una incansable luchadora social me preguntaba con escepticismo a que se debía tanta pasividad del mexicano ante lo que todos gritan como una “imposición” cínica, premeditada y orquestada desde los interés más oscuros de un grupo de delincuentes de cuello blanco. Le respondo.

En 1950 Octavio Paz al publicar el Laberinto de la Soledad, recibió las criticas más acérrimas, al realizar una cercamiento a la esencia del mexicano y el modelo gringo, al describir la mexicanidad y su fatalismo burdo que lo hace llevar al punto de un pueblo miserable que languidece presa de sus miedos y su fanatismo, lo decía de esta manera: “VIEJO O ADOLESCENTE, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas palabras". En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo. “Ese estar lejos de sí mismo, arroja al mexicano a un ensimismamiento que cree predestinado, seguro de que un fatalismo de no sabe qué tiempo lo ha condenado a vivir en donde esta, “aquí nos toco vivir” su desgracia la convierte en credo, en una religión extraña de sufrimiento que lo arroja a los brazos nefastos de un Dios injusto y que hay que pedirle perdón yendo a rezar a las iglesias, esa autoflagelación que lo sumerge en un estadio de inferioridad y que lo hace culpable de todas sus desgracias fortalece a sus verdugos, los nutre, los pare, por eso no es extraño que los oligarcas conocedores de estas carencias jueguen como la hacen de manera cínica; justamente el día de hoy la curia apostólica llama a este país a la reconciliación, a buscar a “dios” y justifica a los magistrados mencionando que tuvieron un “arduo trabajo para deliberar” utilizando la fe como una vía de reconocimiento a quienes calificaron la elección como si estos fueran guiados por dios, al fin “Dios pone y quita Reyes” dicen las sagradas escrituras. Sigo citando a Octavio Paz:
“Todas estas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque. El "macho" es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía. La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez y Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.”Cuánta razón tiene Paz, 1950 a 2012 las cosas no han cambiado sustancialmente en el carácter del mexicano, producto de una serie de derrotas y de historias de crisis, y sobre todo de una historia de dominación desde la época de la conquista, el Mexicano ha moldeado su carácter a costa de sus tragedias, heredero orgulloso del valle de Anáhuac se acompaña de tragedias y fatalidades, por eso necesita de caudillos para poder despertar cada 100 años. Educado el mexicano bajo una fuerte cultura del masoquismo, solamente hay que ver el rostro de los santos en las iglesias, los cristos ensangrentados, los rostros de sufrimientos y compungidos, el humor macabro de los encabezados de ciertos diarios, la descalificación, el festejo del 2 de noviembre, el culto a los muertos, a la Santa Muerte, el comerse las calaveras, todo esto fomenta el gusto del Mexicano por la autodestrucción, allí se educa ese fervor de resignación del Mexicano, allí configura su mundo, allí nacen sus silencios que después por necesidad tendrá que irrumpir en alaridos, en melancolía y aislamiento. lo mismo es el júbilo que la melancolía, el crimen gratuito que el fervor religioso.
A reserva de aquellos que han logrado romper el cascarón y se han arrojado así mismo a un existencialismo puro y que los convierte muchas veces en revolucionarios o en luchadores sociales, izquierdosos, inadaptados, #Yo soy 132.
Actualmente se vive de pie a pesar de las imposiciones, hay que afrontarlo le dicta el inconsciente colectivo a ese mexicano que vendió su voto por $500 pesos y que después reprocho y mentó madres porque estuvieran sin fondos. La resignación y la entereza los regresa a la miseria a la que han estado condenados, al aislamiento, a los rezos para que todo cambie, al miedo del que Paz habla con entera certeza, al ver un pueblo que sale a las urnas amenazado, hurtado no de 500 pesos sino de la fortaleza que todo ser humano en cualquier parte del mundo debe tener para conservar su especie y que gran parte de los mexicanos han perdido a fuerza de garrote y de políticas depredadoras de la creatividad, de la evolución de su propia conciencia de su “Ser” y Estar” en el cosmos.
Un pueblo que languidece. Que lame su propia sangre y que venera a sus verdugos, que desconoce quizás el síndrome de Estocolmo y que lo practica a fuerza de esa resignación que según él, lo mantiene vivo, lo que dure esta vida, al final el inconsciente colectivo le dice “no vale nada la vida, comienza siempre llorando y así llorando se acaba”, se automutila ante la dicha y la felicidad. Hurga entre su propia mugre. En su búsqueda de si, va tras su propia ruina. Suenan los cohetones y salta, despierta y hasta entonces le nace una fe acérrima de no sé qué parte de su alma y grita “Viva México cabrones”, entonces si Viva “Viva Vicente Guerrero” aplauden, se emborrachan, se confiesan, se hermanan, gritan, cantan, bailan, su fanatismo raya en la danza macabra de su propio funeral, su destrucción benévola de esa desgracia a la que no quisieran regresar al día siguiente, a esa realidad que vuelve a condenarlos con mayor fuerza a su resignación, y entonces hay que levantarse de las cenizas, salir a ganar el pan de cada día. Sigo citando a Paz;
“La existencia de un sentimiento de real o supuesta inferioridad frente al mundo podría explicar, parcialmente al menos, la reserva con que el mexicano se presenta ante los demás y la violencia inesperada con que las fuerzas reprimidas rompen esa máscara impasible. Pero más vasta y profunda que el sentimiento de inferioridad, yace la soledad”Esta soledad del Mexicano radica en su propia grandeza, Madre y Tumba, en su pasado del que fue arrancado ya sea en la conquista o en la independencia, o más recientemente en sus procesos electorales. Un Mexicano en el extranjero cuando le dan la palabra para hablar de su país, vocifera paisajes indescriptibles, se siente orgullosos de su patria, se envuelve en la bandera y se tira de la torre Eiffel, está orgulloso de su pasado, habla de Cuauhtémoc, de Cuitlahuac, De Zapata, de Pancho Villa, de Morelos, Hidalgo. Solamente hay que preguntarle porque les ha ido tan mal con los gobiernos y sigue siendo un pueblo del tercer mundo: todo cambia y al Mexicano común se le terminan todos los argumentos y vuelve al ensimismamiento y a la conformidad, ha sido educado en los mitos y leyendas. Durante siglos a buscado reencontrarse con esa fuerza creadora que lo hace heredero de un pasado grandioso, de la ciudad de los palacios que describió Humbolt, en su búsqueda se ha perdido y divaga en esa orfandad de identidad y aquiescencia.
Justamente es de esa orfandad de la cual se aprovechan sus dirigentes o la clase política. Sustituyen a sus Dioses guerreros por santos con caras de horror, de cristos ensangrentados; esos dioses insaciables que hoy nos ven en el museo de antropología, inmutables. Renuevan sus esperanzas cada 6 años, medran con ella, la prostituyen con tarjetas de Soriana, y el Mexicano acepta sus dadivas, su orfandad le permite todo, la miseria, la vergüenza, la mugre. El Mexicano disfruta de sus llagas.
Una vez más cito a Octavio Paz, “Nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del General Zaragoza. Cada año, el 15 de septiembre a las once de la noche, en todas las plazas de México celebramos la Fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año. Durante los días que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiempo suspende su carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de danza y juerga, de comunión y comilona con lo más antiguo y secreto de México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se reconcilian. Todas ellas le dan ocasión de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes. Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan, sube hasta el cielo, estalla en una explosión verde, roja, azul y blanca y cae vertiginoso dejando una cauda de chispas doradas. Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre sí. La noche se puebla de canciones y aullidos. Los enamorados despiertan con orquestas a las muchachas. Hay diálogos y burlas de balcón a balcón, de acera a acera. Nadie habla en voz baja. Se arrojan los sombreros al aire. Las malas palabras y los chistes caen como cascadas de pesos fuertes. Brotan las guitarras. En ocasiones, es cierto, la alegría acaba mal: hay riñas, injurias, balazos, cuchilladas. También eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los sentimientos. ¿Se olvidan de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. Lo importante es salir, abrirse paso, embriagarse de ruido, de gente, de color. México está de fiesta. Y esa Fiesta, cruzada por relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reserva y hosquedad.”Al Mexicano no le queda de otra que divertirse, olvidar, olvidarse de las chingaderas, de las transas, de las elecciones, de la vida y se tira al alarido inexplicable que lo vuelca sobre su propia desgracia. Le gusta la fiesta para violar sus propias reglas, la fiesta es en sí una revuelta, allí cohabita lo santo y lo maldito, lo bueno y lo malo, allí todos los males se disuelven, la forma se disuelve, las ideologías quedan atrás, lo mismo suenan los campanarios de las iglesias que las campanas del palacio nacional, algo muy dentro en la soledad del Mexicano despierta, corre y se congrega en las plazas como un pueblo obediente, sumiso, miserable, y grita cuando sus verdugos tocan las campanas y enarbolan la bandera patria.

Alberto P. Gálvez

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