martes, 23 de octubre de 2012

NO ES CIENCIA, ES ARTE.

Que la medicina no es ciencia

Si la medicina es una ciencia, ¿entonces por qué existen diferentes protocolos médicos, y por qué lo que funciona en un paciente puede no funcionar en otro? ¿Existen las enfermedades o los enfermos? El patólogo Francisco González Crussí parte de estas paradojas para llegar al centro del debate: la relación entre médico y paciente.
Marzo 2011 |

A primera vista, el título de este artículo puede parecer provocación o disparate. Nada más común hoy día que fundir y mezclar ambos conceptos, ciencia y medicina, en sólida aleación. Baste recordar que las revistas médicas tienen el mismo formato de las comunicaciones científicas, es decir, son un espacio donde los expertos se dirigen a otros expertos en un lenguaje inaccesible a los legos; que laparafernalia del diagnóstico hoy día es un reluciente instrumental tecnológico mediante el cual los pacientes son sometidos a exámenes complejos; que estos arrojan resultados numéricos –¿y qué mejor prueba del carácter científico que su expresión matemática? Todo esto remachado por la propia imagen del médico, quien se nos presenta imponente, hierático, enfundado en una bata blanca, según la imagen popular del científico metido en su abstruso laboratorio. Así, no es de extrañar que la gente piense no solo que las promesas de la medicina se harán efectivas usando los medios propios de la ciencia, lo cual es correcto, sino que ella misma es, a no dudarse, una ciencia, la “ciencia médica”.
Esto último es, a mi modo de ver, equivocado. Pero debo hacer una doble advertencia. En primer lugar, al hablar de medicina me refiero específicamente a la medicina clínica, al quehacer cotidiano del médico frente al enfermo. Nadie puede negar que los avances espectaculares de la medicina en años recientes se deben al progreso científico. Imposible, asimismo, negar que la asombrosa tecnología que hoy se emplea en el diagnóstico es, esa sí, aplicación directa e inmediata de las ciencias básicas. Pero la referencia aquí es al encuentro entre dos seres, al “mano a mano” entre el enfermo y el médico. En segundo lugar, uso el término “ciencia” en su sentido tradicional o “clásico”. Lo hago con toda desfachatez, a pesar de las críticas que se le han hecho, y sabedor de que esta postura puede parecer ingenua, si no es que de plano estulta.
Vayamos por partes. Definir lo que es la ciencia es problema espinoso; los filósofos han debatido la cuestión desde antiguo. (El lector interesado difícilmente encontrará discusión más lúcida y accesible de este tema que el bello libro del doctor Ruy Pérez Tamayo La estructura de la ciencia, fce/El Colegio Nacional, 2008.) Pero sin ahondar en tan difícil problemática, creo que todo mundo puede estar de acuerdo en que la ciencia es una actividad humana que se esfuerza por obtener una representación de la realidad libre de todo valor personal, de todo prejuicio cultural, de toda preferencia individual o parcialidad de cualquier tipo; es decir, una visión del mundo tan objetiva como sea humanamente posible.
Además, el científico hace abstracción de las cosas de su entorno. Observa un gran número de fenómenos y experiencias particulares, advierte lo que tienen de similar o uniforme, y de ahí abstrae una generalización que le sirve –tras cotejarla con los hechos observados– para comprender y manejar cuanto caso semejante se le llegue a presentar en el futuro. En otras palabras, al científico no le interesa en lo más mínimo el evento concreto en sí; le tiene sin cuidado la rica singularidad de lo individual; lo que le importa es la generalización, a la luz de la cual todos los eventos de determinada especie se vuelven comprensibles. Usando la observación y el experimento, se esfuerza por probar que sus conclusiones lógicas corresponden a ciertos aspectos de lo que ocurre “ahí afuera”, en lo que usualmente llamamos la realidad. (¿Será necesario notar que también el concepto de realidad es tema de rancia controversia entre filósofos, y que hasta se ha negado que existe?) Y ya puede entonces integrar sus conceptos en su sistema lógicamente coherente, o sea, en su propia disciplina científica.
La ciencia, en cuanto tal, tiende a aumentar el acervo de conocimientos: esa es su característica fundamental. Lo mismo sucede con las personas de auténtica vocación científica. Pocos, entre quienes he conocido, son los que responden cabalmente a esta descripción, pero siempre me parecieron estar absortos por el deseo ingente, diríase obsesionante, de encontrar la respuesta a las interrogantes que se plantearon. Parecían esperar con ansiedad y pasión, como solo puede verse en los adictos a los juegos de azar que esperan ver qué carta va a salir o dónde caerá la bolita de la ruleta, el resultado de los experimentos que habían montado. Si, como quieren muchos educadores, cada médico fuera un investigador científico, el cuidado de cada paciente representaría para ellos un experimento. Pero el científico es, por definición, un observador imparcial: jamás desearía perturbar las condiciones del experimento, porque no quiere, de ninguna manera, enturbiar los resultados. En esas condiciones, lo que al paciente le pase no es de su principal incumbencia; después de todo, la finalidad principal es adquirir mayor conocimiento, no aliviar el sufrimiento del enfermo.
Adviértase la diferencia de enfoque: para el científico, tratar a un paciente sería evaluar o analizar la efectividad de un tratamiento; para el médico, mejorar el estado del enfermo. Dicho de otro modo, los valores de la medicina se cifran sobre todo en su altruismo, en su inquebrantable orientación hacia el alivio del sufrimiento y la curación de las enfermedades. Pero ni los médicos ni los pacientes identifican estos valores como los propios de la ciencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario